Con todo el equipaje a cuesta (realmente era mucho), nos trasladamos en dos autos hasta mi casa en Río Cuarto. Ni bien ingresamos a ella llevamos al visitante ante Su Majestad: El Huevo.

Peter se quedó absorto largos instantes contemplándolo. Lo habíamos puesto encima de la mesa del comedor y él daba vueltas a su alrededor para observarlo desde varios ángulos, su forma era perfecta.

Sin perder tiempo, empezó a desempacar algunos instrumentos, a lo cual todos ayudamos. Con ellos realizó diferentes mediciones, test, etc., cuyos resultados fue ingresando cuidadosamente a una computadora portátil.

Hicimos un impasse para el almuerzo, el cual fue frugal y sin vino, pues a pesar de que a Peter le gustan mucho para ocasiones especiales, particularmente el Cabernet Suavignon, a su expreso pedido decidimos dejarlo para la cena; prefería seguir con sus investigaciones de inmediato.

Al caer la noche, ya había agotado todas las experiencias posibles con los instrumentales que traía, y después de la cena, whisky en mano, nos reunimos todos en el living a escuchar sus conclusiones.

Hasta donde él llegó, la composición del huevo era totalmente desconocida, tanto por su color, como por su textura, dureza y peso. No encontró siquiera relación alguna con similares materiales terrestres conocidos, ni tampoco con las piedras lunares, a las cuales tiene acceso en la NASA.

No despedía radioactividad, al menos su contador Geiger y otros avanzados instrumentos no la detectaban. Tampoco magnetismo alguno. Su temperatura era cambiante, aparentemente ligada a la presencia de cuerpos humanos, pues midió diez grados centígrados después del almuerzo, cuando estuvo solo en reposo, y unos treinticinco grados cuando estuvimos varios a su lado. Desconcertante.

En apariencia el huevo era íntegramente consistente. Por más que se le agitara no se notaba nada que se moviera en su interior, y a pesar de ponerlo al trasluz de potentes lámparas especiales y de diferentes tipos, era totalmente inexpugnable por ese medio.